Dio tanto el cante que decidió
hacer de un fracaso, su profesión. Elvir Baljic iba a ser el single promocional
del Real Madrid de John Benjamin Toshack, la tonadilla que resumiera el
potencial de aquel equipo, el estribillo que competiría con el mismísimo himno
blanco. Sin embargo, fue una nota que ya no es que desentonara, es que el gallo
que salió era como un chillido de dolor de un cerdo.
Cuando se abonan unos 20 millones
de euros (3.000 millones de pesetas de la época), se espera una estrella
asombrosa. Porque no hay que olvidar que, hasta la llegada de Nicolas Anelka,
Baljic fue el fichaje más caro del Madrid, superando a Pedja Mijatovic.
El
mercado futbolístico se asemeja a los contratos de las discográficas con sus
artistas: se pone encima de la mesa un buen puñado de billetes morados porque
el rendimiento será extraordinario. Si no, la hecatombe tendrá connotaciones
bíblicas. Y eso fue lo que sucedió cuando, en 1999, se abonó esa cantidad de
dinero tan infame por una estrella del Fenerbahçe turco.
Se quiso hacer creer que contaba
con la pose de Mijatovic, el gol de Suker y la zurda de Rivaldo. Un adonis que
en verdad era un engendro. Toshack reclamó al jugador en un verano de pocos
aciertos y muchos desastres en el apartado de fichajes: Geremi, Julio César y
Congo también vistieron como madridistas aquel verano que parecía anticiparse
al fin del mundo, que nunca llegó, de 2000. Desastroso.
Se firmó por oídas, vídeos y, por
lo que podría pensar alguno, con los ojos cerrados y una taja alcohólica
monumental. Baljic fue, con diferencia por su elevado coste, el gran refuerzo…
y el gran fraude. Bien es cierto que sufrió una rotura de ligamentos, con el
tiempo que supone su recuperación, pero ya desde el primer instante se veía que
de crack, nada. Seguramente sus compañeros ya le iban avisando de que, si
seguía afinando las cuerdas vocales en la ducha y no sus cualidades
futbolísticas en el campo, triunfaría en el mundo.
Un mísero gol con el Madrid y una
risotada tras otra de los rivales fueron los avales para que, en cuanto Vicente
del Bosque entró en el vestuario blanco, le enviaran cedido al Rayo Vallecano. El
trompazo fue peor que el de un skater sin casco en unas obras. No volvió a ser
el mismo Baljic, quien no tenía ninguna culpa del estropicio que causaron
otros. Bastante tuvo con superar la presión que tienen aquellos a los que
visten de figuras con el peso del vil metal. Algo falló, desde su petición, su
negociación, su llegada y su juego. Algo no, todo. En fin, que el bosnio se
marchó de nuevo a Turquía para jugar en escuadras como el Galatasaray y otras
menos glamurosas hasta que, en 2007, decidió hacer lo que hizo en Madrid: dar
el cante. Y ahí está, con su melena, sus gafas de sol y su pose de dandi.
Porque al final, y aunque le costara, encontró su verdadero don.
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