Allí estaba, celebrando la
victoria, relajado, distendido, rodeado de amables conocidos y también
desconocidos. Eran aquellos días felices en los que uno podía encender un
cigarrillo donde le diera la real gana. Y tan a gusto se encontraba que decidió
llenar sus pulmones de nicotina, como de costumbre. Hasta que, sorpresa,
aparece una cámara y zasca, le pilla con el pitillo en la boca.
Por aquellos días, el gesto de
Robert Prosinecki era poco menos que tabú. Un futbolista, ideario fantástico
del deportista triunfal, inhalando y expulsando aires sucios. Pero los había,
los hay y los habrá. Y tienen resistencia física. Si alguno adora la fiesta más
que el balón, ¿cómo no va a haber amantes de la nicotina por muy caros que
vayan los paquetes?
Se dice, se comenta, se confirma,
se desmiente, que Prosinecki en sus años mozos era capaz de meterse entre
garganta y pulmón dos cajetillas diarias, pero nadie especifica de qué marca.
Tendría su gracia que fuera tabaco negro, de liar, o que incluso se dejara ver
con una pipa en una fiesta impresionante con mujeres por doquier. Sólo le
faltaría el batín y preguntar dónde está el jacuzzi. En un anuncio publicitario
desprendió esa imagen, atada a su mito.
Mejor quedarse con el personal
que no con el profesional. Podría haber ganado un Mundial, besado más Balones
de Oro que Messi y consagrarse como uno de los mejores futbolistas de la
historia. Pero no. Prosinecki era Lesionecki (y luego Prosikito y sus parodias
de sus lesiones y cacareadas fiestas privadas). Logró una Copa de Europa con el
Estrella Roja, firmó por el Real Madrid por 1.000 millones de pesetas (seis
millones de euros) pero sólo logró 21 goles en seis temporadas que pasó en
España entre el cuadro blanco, el Oviedo, el Barcelona (petición expresa de
Johan Cruyff tras una jugada maestra para que rescindiera con el Madrid) y
Sevilla. Salvo en la escuadra asturiana, en el resto su recuerdo es como una
calada que se atraganta y entra por donde no debe.
Curiosamente, Prosinecki siempre
tuvo una delicadeza: si alguien le pedía hacerse una foto con él mientras
fumaba, escondía el cigarrillo o lo apagaba. Pero nunca, jamás, negó su vicio: “Sé
que no es bueno para el deportista, pero me relaja. Es el único vicio que tengo”.
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