jueves, 6 de febrero de 2014

Riquelme, heredero sin herencia


Las lágrimas cubrían su rostro, y una camiseta blanca de tirantes su cuerpo. Con la mano derecha, se despedía. En la izquierda sostenía una del Villarreal. Era la de Juan Román Riquelme. ¿Dónde estaba la elástica de Zinedine Zidane, con la que disputó su último partido con el Real Madrid? Es posesión del argentino. Con un abrazo y la entrega de ese recuerdo histórico, Zizou venía a decir el día de su adiós al club madridista que el argentino era su heredero. Se equivocó, nunca lo fue.


Zidane entrega su camiseta a Riquelme. / Clarín.com.ar
Las lágrimas cubrían su rostro, y una camiseta blanca de tirantes su cuerpo. Con la mano derecha, se despedía. En la izquierda sostenía una del Villarreal. Era la de Juan Román Riquelme. ¿Dónde estaba la elástica de Zinedine Zidane, con la que disputó su último partido con el Real Madrid? Es posesión del argentino. Con un abrazo y la entrega de ese recuerdo histórico, Zizou venía a decir el día de su adiós al club madridista que el argentino era su heredero. Se equivocó, nunca lo fue.

Los gestos así lo indican. La carrera de ambos deambuló por el mismo camino. Zidane dejó hastiado el fútbol con un cabezazo a Materazzi en la final del Mundial, pocos días después. Riquelme se fue diluyendo lentamente. Meses más tarde de aquel homenaje, el presidente del Villarreal, Fernando Roig, se cansó de sus divinidades. Juan Román tiene un yo humilde, que es con el que nació, con un corazón enorme y una personalidad arrolladora como su talento. Pero también existe otro, más soberbio, el que le llevó a escuchar desde bien niño que iba a ser el nuevo astro del fútbol. Que nadie sería mejor que él.

Pidió más vacaciones aquellas Navidades que daban inicio a 2007, no se las concedieron y decidió irse por su cuenta. Si algo le fastidia a Roig es que alguien le mire por encima del hombro en su entidad. Nadie puede, es su propiedad y así lo entiende. Consintió que el astro no entrenara cuando quisiera durante años, que no se pesara, que aparcara en la zona acotada a los directivos. Nunca hubo una crítica, más bien carantoñas al respecto ante un Pellegrini agotado del asunto, algo que fue a más porque luego se le quiso encasquetar este problema que no era de su propiedad. Pero estalló y se envió con un lacito al jugador a Boca Júniors. Un año más tarde, tras dejarlo entrenar pero no jugar con el equipo, el hombre que pudo haber sido y no fue el mejor se marchó para siempre.

Once metros pudieron convertir a Riquelme en un recuerdo imperecedero… glorioso, que no penoso. Los once metros que separaban el punto de penalti de la portería de las manos de Jens Lehmann.  Minutos finales del encuentro ante el Arsenal, vuelta de las semifinales de la Liga de Campeones. Mirada perdida, carrerilla insuficiente. Esos lances, esos detalles, convierten a un mediocre en un poderoso. El empate de la eliminatoria acabó en las manos del guardameta, el Villarreal se quedó con la pena máxima y el Barcelona, a la postre, besó esa Champions de 2006.

Riquelme se refugió en una de sus casas en Castellón. Los aficionados, auspiciados con una pancarta que parecía haber sido abonada por alguien con muchos recursos que no por gente normal, le animaron hasta con una pancarta gigante en la puerta de su casa vila-realense. Días después, y tras recuperar el ánimo, dijo: “No maté a nadie”. No se sabía muy bien a qué se refería, pero tal vez el disparo fue hacia su talento. Zidane, con su gesto en forma de camiseta semanas más tarde, quiso decir que ahí estaba su relevo. En la selección albiceleste que disputó el Mundial de ese año, el centrocampista llevó el 10 de Maradona en la espalda. Tal vez algo exagerado, como cuando era niño y despuntaba. Como cuando con Boca Júniors le hizo la burla al Real Madrid de Raúl, Figo, Morientes y Roberto Carlos que en 2000 quiso reinar el planeta alzando la Copa Intercontinental.

Anestesiado, alguien del Barcelona pensó entonces que Riquelme era el icono necesario en el equipo. Pues no. Louis Van Gaal no captó su esencia, su necesidad de jugar con libertad en el campo, su parecido con el por entonces novato Xavi Hernández. El argentino es como el aire: está en todos lados, pero a su ritmo. Un día sopla con fuerza y otro está quieto. Su cesión al Villarreal y la aparición de Manuel Pellegrini y su posterior traspaso a precio de saldo en comparación con otros cracks le dieron vida. Por fin volvía a ser alguien.

“No quiero pasar a la Historia como un jugador normal”, confesó a quien escribe estas líneas en una entrevista personal. De las pocas que concedió en España. Los actos no le hicieron justicia a las palabras en su paso por Europa. “La realidad es que este club no es un equipo grande”, recordé que me dijo hacía tiempo. Se fue un día, con el chándal puesto, sin despedirse de sus compañeros, arrancando su todoterreno en el parking de los jugadores. Y en cierta medida, acertó. Ese año el club finalizó segundo en la Liga y nunca superó ese techo, por mucho que se lo propusiera. Jamás ganó un título y ahora, aunque parece que por poco tiempo, ha regresado tras deambular por la Segunda División. En Boca Júniors fue feliz. Más que en ningún otro lado. A fin de cuentas, es su hogar y hasta tiene una escultura y todo. Allí recuperó la gloria, aunque llegó a hacer un amago de marcha argumentando que estaba vacío. Es la denominada 'excusa Guardiola'.

Busca Riquelme su sitio, su espacio en el fútbol. Camino de los 36 años, aún quiere dar alguna lección que otra. No estará en la terna de los mejores jugadores de la Historia, pero ésta le recordará de por vida. Paraba, medía, asistía. Miraba, apuntaba, marcaba. Siempre igual. Nunca, eso sí, se le vio sonreír en un terreno de juego. En eso se parecía a Zidane, cuya camiseta debe encontrarse en un espacio privilegiado de su casa. “Siempre juego sin reírme porque lo siento así”. A fin de cuentas, lo importante era su labor. Y ahí, no fallaba: “Yo trabajo de lunes a sábado y juego al fútbol el domingo”. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario