Si estos fueran los 80, Zlatan
Ibrahimovic sería una estrella cinematográfica. Su personalidad encaja
perfectamente en la de los roles de héroe de acción, con planta imponente, un
carácter absorbente y un ego a prueba de ataques terroristas. Pero vive en el
siglo XXI, tan poco dado a las petulancias, donde vestir el mismo patrón que el
otro es dogma. Por eso, aunque se haya calmado en las últimas fechas, aunque se
le vea más pausado y maduro, cuando le da por sacudir y zarandear al fútbol con
sus palabras y sus goles, el establishment futbolístico tiembla.
A Ibrahimovic ya no le apetece
hacer juegos de magia dialécticos. Prefiere los malabares con el balón. Uno de
sus dones. Ya desde bien jovencito se le veía cual volatinero, ahora con el
esférico arriba, ahora abajo, ahora se ve, ahora no se ve, ahora en la portería
contraria. Así llegó su presentación, en un circo internacional como el Ajax,
sacudiéndose de encima a cuatro defensas como si fueran cuatro pollilas,
deteniendo el cuero, escondiéndolo, mareando a los cuatro pobres incautos y
marcando a placer. Un golazo de condiciones bíblicas que Zlatan, quien ironiza
diciendo que es un dios, considera uno del montón.
No le falta razón. De espuela y
de acrobática chilena desde la frontal con Suecia (con la que marcó cuatro
goles a Inglaterra), desde fuera del área con la Juventus, imitando con el
Barcelona a un taekwondista (una de las disciplinas que está convencido que le
habría reportado alguna medalla olímpica), liderando a base de goles a los vecinos milanistas, maravillando con su combinación de
cuerpo de baloncestista y habilidad de gimnasta en el PSG…
Allí, en París, Zlatan está
imponiendo su estilo con una serenidad impropia de sus declaraciones.
Reservado, más calmado, marca más que critica. Lejos quedan aquellos días en
los que se marchó del Barcelona (“la escuela”, como dijo por el silencio del vestuario)
recelando del “filósofo” Pep Guardiola, revelando que cuando hablaba de la “sangre,
sudor y lágrimas” él prefería estar a sus cosas. De hecho, y aunque el ambiente
se calmó, llegó a contar en su autobiografía que se volvía “loco” tras ver cómo
hacía más caso a Leo Messi que a él. Aunque también llegó a revelar que
entendía a La Pulga, a la que considera el mejor jugador del mundo, tanto como para llevar su nombre el galardón. Y es que una cosa no
quita la otra.
Aun así, de vez en cuando
reaparece con sus palabras, cuales sacudidas en mitad del estancado y sobrio
panorama actual. Ya sea para ponerse un 10 en un partido, compararse con los
mejores, mantener intacto su ego, o dejar claro que si en París no encuentra
casa, no pasa nada: comprará un hotel. De momento, anota dianas. Bellísimas. Y
ahí está, con nueve en la Liga de Campeones y liderando con 19 goles y nueve
asistencias el campeonato galo. Es, desde hace tiempo, el mejor delantero centro del mundo. Uno de los más grandes del planeta en la era de la dualidad en este deporte.
“¿Si soy inferior a Messi y
Cristiano Ronaldo? Deberían preguntarle a otro...”, sentencia, escondiendo
luego la pelota del malabar.
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