jueves, 18 de abril de 2013

Las marcas de Pellegrini

El técnico chileno, Manuel Pellegrini. Foto RTVE
Tiene porte de dandi, pero el traje esconde las marcas. Morados, quemaduras, cortes, latigazos y hasta algún que otro agujero de bala. Las heridas están ocultas, aunque siguen abiertas. Alguna que otra cicatriz sangra de vez en cuando para recordarle a Manuel Pellegrini que el éxito es perecedero. El milagro de los millones y los futbolistas que se vivió en el Málaga ha dejado paso al de la ruina y el talento. Sin ese chaleco protector que es el dinero, sólo quedan las enseñanzas. De ellas, está sacando petróleo. Sobre todo de las dolorosas, de las que el técnico es un especialista.


Pudo haber sido médico pero se quedó en ingeniero, que no está nada mal. Tal vez por eso sus heridas sanan rápido. Su carrera profesional explica porqué supera tan rápido el dolor, porqué el fracaso se diluye en una gasa con agua oxigenada. Su máster en prevención de quemaduras extremas comenzó en 1996, cuando entrenaba al Universidad Católica de Chile. Allí, perdió un campeonato ante el Universidad de Chile y los aficionados, furiosos, la tomaron con él. Estaba convencido de que ganar la Copa de Chile y convertir en arte el fútbol eran sus mejores apósitos ante la dolencia. No fue así.

Años más tarde, y tras ganar la campeonato ecuatoriano con el Liga de Quito y el argentino con el San Lorenzo de Almagro, llegó a River Plate. Los datos siempre le alabaron, las estadísticas siempre contemplaban que sus métodos funcionaban. Que los récords eran congénitos a él. Pero la grada dictó sentencia. Poco a poco, el Monumental criticaba no dar más de sí, no marcar una era. Cuando se le da una gominola a una criatura, ésta quiere más. Es el poder del azúcar. Lo mismo sucede en otros ámbitos de la vida.
Prometió marcharse si no ganaba la Copa Sudamericana y así fue. Poco le duró el disgusto, ya que el Villarreal le propuso algo que le encantaba: un proyecto a largo plazo, consolidando a una escuadra con potencial entre las mejores del campeonato español, con aspiraciones europeas y la convicción de que un día, no muy lejos de donde podría jugar a su amado golf, podría celebrar un título con los aficionados.
No ganó nada. Sólo prestigio. Éste no puede envasarse, pero si pudiera, el bote sería enorme. El Villarreal tuvo un estilo propio, ofrecía espectáculo y logró codearse con los clubes más poderosos pese a estar edificado en una población minúscula. Pellegrini superó crisis, ninguna relacionada con el público. Le quisieron enfrentar a Juan Román Riquelme cuando el problema era con el presidente, Fernando Roig. Sin embargo, ahí tenía preparada la guadaña: si uno se movía más de la cuenta, lo degollaba. Hubo unos cuantos.

Prueba de su compromiso es que en Glasgow, durante la ida de los octavos de final de la Liga de Campeones 2005-06 ante el Rangers, tuvo que ausentarse por motivos familiares durante el entrenamiento previo. Nadie lo esperaba en Ibrox Park, pero él llegó a cinco minutos del inicio. Sus jugadores, los mismos por los que llegaba a negar la evidencia en las ruedas de prensa para protegerlos, entendieron que Pellegrini iría a muerte con ellos. Por eso algunos nostálgicos nunca entendieron que Juan Carlos Garrido fuera declarado su heredero a su marcha y tras el breve periodo con malos números de Ernesto Valverde.

Las heridas, curadas durante cinco años de rehabilitación en el Villarreal, se abrieron en el Real Madrid. La soledad del técnico era un hecho. Parapetado en unas cifras sensacionales, en un juego adorable, los zambombazos venían por unas derrotas sangrantes: en la Liga, ante el Barcelona de Guardiola; en la Copa del Rey, eliminado ante el Alcorcón y en la Liga de Campeones, apeado por el Olympique de Lyón. Pellegrini se sintió vejado. Tal cual. Insultado, menospreciado, ninguneado. Era un empleado más de un club del que nunca tuvo, ni tiene ni tendrá, carnet de socio. Igual entonces pensó en porqué no aceptó la oferta del PSV Eindhoven cuando hizo subcampeón liguero al Villarreal o la del Liverpool para sustituir a Rafa Benítez. Repitió las vivencias chilenas, aquellas de los inicios. El Barça era mejor, nada podía hacer por mucho que exprimiera sus recursos y escuchara los elogios de un Pep que siempre le alabó.

Sin embargo, apareció el Málaga. Sabe bien Pellegrini que los cheques en blanco pueden no tener fondo, que no fondos. Tener a Cristiano Ronaldo, Xabi Alonso, Benzema, Kaká y compañía en el Real Madrid era buena prueba de ello. Cuando el dinero se esfumó en el conjunto malagueño, quedaron a la intemperie sus marcas. Y éstas, para evitar que supuren, deben ser cuidadas. El glamur se fue del club. Se traspasaron jugadores vitales, cuales venas en el organismo, se contrató a precio cero o cerrando cesiones y el entrenador dudó qué hacer. Salió el dandi, se ocultó el enfermo. Antes que irse, antes que rozar la elegancia, antes que eso, el sueldo. Se rebajó la nómina, se encerró en su despacho y reinventó al equipo. El Málaga sorprende con un equipo de retales y un traje anticuado. Si asombra es porque está en buenas manos. Las de un tipo que pudo ser médico, que es ingeniero aunque prefiere ser entrenador.

Así, con esos mimbres, esperaba esquivar la desgracia. Darle plantón, despistarla o simplemente enviarla al otro barrio como buenamente se podía. Por desgracia, ésta se ha encariñado con Pellegrini. Sobre todo, en la Liga de Campeones. Del penalti de Riquelme se pasó al fuera de juego múltiple de los jugadores del Borussia Dortmund. De la clasificación a la eliminación y de ahí, a intentar mantener las formas cuando la rabia brota en el interior. Habló claro el entrenador, irritado por la discriminación del equipo pequeño en la inmensa Champions.

Y ahora, vuelve a dudar. La misma cuestión que le asola desde que el pasado verano la falta de pago de nóminas y de palabra de sus administradores le llevaron a estar a punto de presentar una renuncia. ¿Qué hacer? ¿Seguir en una ciudad que le adora pero en un club que le ignora o iniciar un nuevo proyecto? 

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